Le dije que podía hacerlo, y lo hizo
Que te dejen por una mujer más joven es una tradición muy arraigada en mi familia. Cuando mi madre tenía 2 años, su padre inició una serie de aventuras extramatrimoniales y puso fin a su matrimonio con mi abuela, desatando una disputa que duró décadas y destrozó a su familia. Sin embargo, mi abuelo y su segunda esposa estuvieron casados 49 años, así que quizá fue lo mejor.
Cuando yo tenía 12 años, mi padre se enamoró de una mujer que trabajaba en su oficina. Tuvo que pasar otra década de hermetismo y tristeza antes de que mis padres finalmente se divorciaran. La relación de mi padre con su pareja también ha superado la prueba del tiempo; más de veinte años después siguen juntos, un resultado innegablemente positivo.
Hace poco, quien había sido mi pareja desde hacía 16 años me dijo por teléfono que pondría fin a nuestra relación para buscarse una vida con una mujer demasiado joven para recordar el efecto 2000 (Y2K). La había conocido seis semanas atrás en una excursión de más de 1200 kilómetros por el sendero de Arizona. Mientras él caminaba por el desierto, yo me había trasladado temporalmente a La Haya para abusar de la hospitalidad de mi hermana gemela y su marido, un diplomático estadounidense.
Al otro lado del océano, me senté en aturdido silencio mientras mi pareja lloraba y se disculpaba y decía cosas que no recuerdo pero que probablemente no disfruté. En mi conmoción, destacó un único pensamiento claro: qué increíble falta de originalidad.
Pero lo cierto es que mis circunstancias eran distintas a las de mi madre y mi abuela. En primer lugar, nunca nos casamos. Nos conocimos cuando yo tenía 19 años y atendía el bar de un centro de artes escénicas de la universidad. Yo le di una copa gratis; él me ayudó a sacar la basura. Era tan guapo que debería haber sido vanidoso, pero no lo era, y le gustaban más los animales que las personas. Unimos nuestras vidas y nos mudamos a otro estado. Adoptamos un cachorro de sabueso y le pusimos Mansfield, como la ciudad donde nos enamoramos.
Al principio mi pareja compró un anillo, pero luego lo devolvió, asumiendo (correctamente) que yo no estaba lista para el matrimonio. Él no mencionó esto sino hasta unas vacaciones, años más tarde, cuando se tomó tres margaritas de jalapeño y confesó balbuceando: “¿Nunca te lo había contado?”.
Cuando yo tenía 30 años, casi todos nuestros amigos estaban casados, pero nunca había parecido el momento adecuado para nosotros. Cuando le preguntaban por qué no habíamos dado ese paso, él decía que estaba esperando a que yo le propusiera matrimonio. Yo hablaba de la economía y del feminismo mientras albergaba un sentimiento que no admitía ante nadie: a veces las cosas se habían puesto difíciles, y algún día podría necesitar una salida. Nuestra vida era hermosa, pero no exenta de sombras, un hecho que yo ocultaba tras una fachada de éxito profesional y bromas ingeniosas.
Pero la ausencia de anillos no era lo único que diferenciaba mi situación de la de mis antecesoras. El toque especial de mi historia es que hacía poco habíamos acordado abrir nuestra relación. Como muchas parejas, el sexo había sido una fuente de tensión entre nosotros. La intimidad requiere una comunicación competente, y años de ocultar la insatisfacción y el dolor habían pasado factura. Nuestra incapacidad para hablar de ello era la raíz de nuestra discordia.
Tras dos años de terapia de pareja, decidimos que abrir nuestra relación parecía lógico. Fui yo quien lo sugirió. La idea era que, si podíamos acostarnos con otras personas, eso podría aliviar parte de la presión que amenazaba con separarnos.
Me sentía estabilizada por las ideas que rebotaban en las paredes de mi cámara de eco milenial: esperamos muchísimo, de manera completamente irrazonable, de nuestras parejas románticas. La monogamia y la estructura familiar nuclear distan mucho de ser perfectas; ni siquiera es la forma en que los seres humanos hemos vivido durante la mayor parte de nuestra existencia. Conecté con la ligeramente subversiva idea de abrir nuestra relación, pues siempre había tenido una vena inconformista. En 1998, declaré categóricamente que Justin Timberlake no era guapo. Soy una renegada.
Pero a pesar de mi convicción de que esta podía ser una forma mejor de vivir, y de mi determinación por hacer que nuestra relación durara, estaba preocupada. Nunca habíamos sido capaces de tener el tipo de conversaciones difíciles que exige la no monogamia. Él nunca se sintió del todo cómodo con la idea de que yo estuviera con otra persona.
Le había dicho que mi mayor temor era que se enamorara de la primera persona con la que se acostara. Aunque al final sí lo hizo, su encuentro inicial, del que me informó por teléfono a mitad de su excursión, estaba dentro de los límites de nuestro acuerdo.
Mientras yo procesaba esto desde el extranjero, él seguía reportándose, llamándome semanalmente siempre que encontraba cobertura. Sin embargo, nos resultaba imposible hablar de esos temas difíciles con tantos husos horarios de por medio, así que volvimos a la evasión y a las conversaciones triviales. Ingenuamente, yo seguía encontrando consuelo en la idea de que seguíamos siendo el uno para el otro.
Tras enterarse de que mi pareja se había acostado con alguien, mi hermana puso manos a la obra e inició una agresiva campaña de descarga de aplicaciones de citas en mi teléfono. Creé un perfil en Feeld, una app que celebra las relaciones (y los gustos sexuales) no tradicionales.
En mi primer día en la plataforma, vi la foto de un hombre desnudo, parado de manos, con una gaviota cómodamente posada sobre su trasero. Tomé aire para tranquilizarme y solté el celular. Mi hermana tomó el relevo, haciéndose pasar alegremente por mí y solo mostrándome las fotos que los hombres enviaban después de confirmar que llevaban pantalones.
Una vez que se me asigna una tarea, la ejecuto con entusiasmo sin importar lo desagradable que sea, un hábito perfeccionado después de una década trabajando para directores obstinados de empresas tecnológicas. En dos semanas tuve siete primeras citas. Conocí a un investigador de genocidios, a un juez de lo penal, a un científico de materiales ucraniano y a un pizzero británico. Un director de proyecto lleno de tatuajes me habló con encanto de sus años de intercambios de parejas y orgías.
Con el tiempo comencé a frecuentar a un ingeniero de software larguirucho con manos gigantes. Él me preparaba el desayuno y sonreía cuando pronunciaba mal cada palabra holandesa que intentaba enseñarme. Fue más que una aventura, pero menos que una relación. Aún me cuesta definirlo; tal vez esa sea la idea.
Ahora que estoy en casa, en Montana, la pena y el dolor se han apoderado de mí con intensidad. Ya he experimentado pérdidas antes y sé que, si pones un pie delante del otro, tarde o temprano sales del atolladero. Pero el dolor y la pena están acompañados de su molesta prima: la confusión.
¿Qué parte de lo que hizo mi compañero estuvo bien? Atravesó puertas que no habíamos acordado, pero yo se las había abierto. Nos habíamos comprometido verbalmente a seguir juntos, pero ahora me pregunto si tenía un ojo puesto en la salida. Estoy enfadada, pero no me siento con derecho a estarlo. ¿Cómo puede ser infidelidad si yo le dije que podía acostarse con ella? ¿Es infidelidad enamorarse accidentalmente de alguien? Al igual que las separaciones de mis padres y mis abuelos, ¿todo fue para bien?
Y si no tengo claro a quién culpar de nuestro fin, la monogamia me confunde aún más. ¿Cómo podría buscar una relación abierta en el futuro cuando mi único temor se hizo realidad en los primeros momentos de esta? Sin embargo, cuando pienso en volver para siempre a la estructurada caja de una relación monógama, aunque sea con un hipotético hombre perfecto, mis entrañas hacen sonar las alarmas.
Mi incursión en la no monogamia fue como un semestre en el extranjero. Allí las cosas también son humanas y desordenadas, pero la gente ha encontrado la manera de vivir sin fingir que todo va bien. Quienes viven ahí crean sus propias vidas e historias, exclusivas para ellos, sus parejas y sus deseos. No conocí ni hablé con dos personas que utilizaran el mismo modelo o arreglo.
A veces me molesta ser el siguiente número en mi secuencia Fibonacci familiar de traición masculina. Sin embargo, parece que con cada generación se vuelve un poco más fácil. El divorcio de mis abuelos en los años 50 conmocionó a toda la comunidad. Mis padres consiguieron separarse con mucho menos dramatismo y consecuencias. Y mientras yo lucho con un final complicado que se parece a la historia sin imitarla del todo, el mundo a mi alrededor va comprendiendo poco a poco que el camino tradicional no es el único.
Me estoy dando cuenta de que tengo ante mí un menú de opciones y que puedo disfrutar de elegir, en lugar del clásico binario heterosexual de estar casada o sola. Tengo posibilidades que las dos últimas generaciones de mujeres que me precedieron no tuvieron.
¿Hay orgías en mi futuro? Tal vez no. Pero empiezo a pensar que podría tener el valor de seguir un camino menos transitado. Me atreví a que no me gustara Justin Timberlake; quién sabe de qué más seré capaz.
Kay Bloomberg es ejecutiva en una organización climática sin fines de lucro y vive en Bozeman, Montana.
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